El fin de la geografía

1446143608_413979_1446240751_noticia_normalA propósito de la Globalización, el sociólogo polaco Zigmunt Bauman explicaba que vivimos una época en la que el espacio se desvanece; se convierte en una categoría poco menos que superflua. Con matices, como no podía ser menos. Es decir, más para los ricos y poderosos que para la gente de a pie; el pueblo llano. Todavía hay clases.

Para ser precisos, lo que Bauman venía a decir es que el espacio es un elemento prescindible a partir de las transformaciones tecnológicas, económicas, financieras y demás. En efecto, la distancia es cada vez menos un obstáculo y más un producto social; es decir, depende de sus costes. Los que pueden permitírselos, se sitúan en un status privilegiado; los que no, como de costumbre, quedan relegados en la escala social, fuera de juego.

Es cierto. No hay distancias. La globalización es algo grandioso; en este momento el mayor espectáculo del mundo. Asistimos deslumbrados, entre la maravilla y el espanto, al recuento instantáneo de calamidades y noticias, huracanes, maremotos, cataclismos, en cualquier lado del planeta. En tiempo real. Viajamos y hacemos turismo. Disfrutamos de los encantos de lo exótico. Nos aturde el sobresalto de los vaivenes de la bolsa internacional y el ruido desquiciado de los mercados financieros. Seguimos al minuto las revoluciones árabes, y las guerras en países musulmanes. Contemplamos el cambio climático en el desmoronamiento de los bloques de hielo de la Antartida. Nos emocionamos con las tragedias de los refugiados, que tropiezan con alambradas, policías y mafias en la odisea de atravesar las fronteras de Occidente…

Fin de la geografía, vaticinaba Bauman. Al menos para las clases dominantes. El dinero se mueve por el planeta cada vez más ligero, con menos restricciones y más desparpajo. La ley, el Estado, los reglamentos, por su propia naturaleza están vinculados al terreno, a su jurisdicción; lo que significa, a su demarcación. Sin esas trabas, el poder global circula por el espacio virtual, sin que le limiten presiones, ligaduras o frenos. Una empresa, por poner un ejemplo, es una inversión; el inversor puede residir donde le dé la gana; en cualquier sitio: Copenhague, Las Bahamas, Nueva York, Dubái… O ser un fondo de inversión, impersonal y opaco. Pero el operario tiene que estar en su puesto de trabajo; ha de vivir en un lugar cercano; y su familia le acompaña, siempre a mano; las prestaciones que le concede el sistema se realizan en su sitio… Los costes sociales de un cierre o una deslocalización recaen por completo sobre este lado, sobre la fuerza de trabajo; mientras que son un mero cálculo aritmético para el capital financiero. La desigualdad adopta nuevos parámetros.

Esto no sólo ocurre en términos socioecómicos. La referencia de Bauman nos da pistas para entender otros aspectos de este fenómeno. Si nos situamos en el lugar de nuestra sociedad navarra, lo primero que inquieta es que una población real vive, reside, trabaja, se reproduce, se organiza, en un espacio concreto. Físico. Y en un ámbito legal; en un territorio. Porque un país es, sobre todo, gente y suelo humanizado. Porque la lengua de las personas se refiere a esos lugares, llenos de significado para los sujetos, por la toponimia, la propiedad de la tierra, los oficios, las tradiciones, la identidad, la memoria… Esa tramoya que constituye la sociedad, y con ella la cultura que le da cohesión y sentido, se remite a una geografía. A esa categoría en extinción que augura Bauman. Pues la ley, como decimos, es básicamente jurisdicción, ámbito de autoridad, y en ello el entramado institucional que nos ordena es, por debajo, territorio. Si el espacio desaparece, la vida real que se sustenta sobre él se desmorona; entra en crisis; se desmonta el edificio societario.

La Fundación Nabarralde organizó en 2017 un congreso sobre globalización, paisaje y patrimonio, con la idea de dedicar su atención a estos acontecimientos. Acudió Santiago Alba Rico, filósofo afincado en Túnez, observador directo de la primavera árabe que tantas convusiones había generado, y explicó qué es eso de la globalización, más allá de los cantos de sirena o el tremendismo de los telediarios. Intervino también el catalán Joan Nogué, que nos habló del paisaje. Paul Bilbao expuso su percepción del euskera. Amaia Apraiz aportó la reflexión de qué hacer con el patrimonio industrial que se nos queda desfasado. Los días 20-21 de octubre estuvimos en Pamplona. El mundo está cambiando. Y nosotros con él. Fue una oportunidad privilegiada para pensar en ello.